domingo, 4 de julio de 2010

El Árbol y el Río

Cierta vez, el Maestro Abhyasa Tirtha dijo a uno de sus discípulos:
Recuerda que así como tú posees un cuerpo físico, barca por medio de la cual navegas
en el océano de las innumerables experiencias, así también, la vida tiene su propio
cuerpo. El cuerpo de la vida, hijo mío, es el tiempo. Del mismo modo en que alguna vez
abandonarás la vestidura física que cubre tu alma, así también, abandonarás la barca de
tus experiencias.
Todo se halla sujeto a constante movimiento, porque movimiento es búsqueda de mayor
perfección. El movimiento se da en la morada del espacio y desde el átomo a las casi
inconcebibles mareas de galaxias, la búsqueda continúa de manera constante. La vida, y
su cuerpo –el tiempo–, trabajan para que ello acontezca. Toda perfección se encuentra al
final de una cadena infinita de innumerables movimientos. Esto, tal vez haya sido el
mayor descubrimiento hecho por el hombre de sabiduría. Este último, sólo anhela llegar
al puerto sagrado de la quietud.
¡Qué fácilmente se escribe y se pronuncia esta palabra! ¡quietud! Tan lejos estamos de
comprender este concepto, como las sombras más densas están de la comprensión de la
luz. Lo cierto es que si observas el camino de la filosofía, de la religión, y de toda
metafísica, siempre hay palabras como “estar en paz”, o “absoluta serenidad”, o
“posesión de una mente tranquila”.
El sabio filósofo occidental Plotino, discípulo tardío de Platón, escribe en una de sus
obras “estar a solas con Dios solo”. Ese “estar a solas” involucra la cesación de todo
movimiento. El solitario se bebe a sí mismo, no devora con la boca de sus ojos el vino
de las innumerables formas de la vida; nada exterior ingiere; nada exterior le atrae.
Sumergido en su naturaleza inmaculada, descubre el origen de lo dinámico en la sagrada
estatización. Nunca criatura en el mundo puede ser más feliz que aquella que logra la
inefable quietud interior. Es muy difícil su conquista.
Mente, sentidos, emociones, ilusiones, son pájaros de oscuro plumaje que cantan en el
árbol de la vida, alimentándose de cuanto ella les prodiga; a veces, gloria, otras,
fracasos.
Alguna vez me has preguntado por qué siempre voy a meditar bajo ese árbol bayán
nacido a orillas de un río. Te lo diré. Observa a nuestra Madre, la de las aguas profundas
y los incomprensibles y constantes discursos de sus olas. Símbolo de la vida, la Madre
Gangaji no conoce la quietud en su largo andar en búsqueda de la bahía de Bengala. Sin
embargo, el árbol bayán, situado a sus orillas, permanece indiferente al laborioso canto
de sus olas, al fluir constante de su corriente. Silencioso, a veces permite que el viento
cante en sus ramas, y acaricie sus hojas, pero toda su naturaleza vegetal es quietud
absoluta. La vida en él es interna. La vida se traslada desde sus raíces a su cuerpo todo,
pero él permanece incólume y silencioso. Es una joya del reino vegetal, una verde
esmeralda que prodiga la luz de su cuerpo generoso, luz hecha ramas, follaje y frutos, a
todas las criaturas que se acercan a él. Pero recuerda siempre, hijo mío: el bayán está
quieto. Si crees que se mueve es porque no lo has observado bien. Toda su acción, como
la acción de un hombre sabio, se halla en el interior de su naturaleza. No se mueve hacia
afuera. Se mueve interiormente. Ha aprendido a beber la savia de la vida a través del
milagro silencioso y profundo de sus raíces. Se ha abrazado a sus orígenes, se ha
abrazado a su Madre Tierra, generadora de su vida. La Madre Gangaji corre, se
desplaza, es dinámica. El bayán no.
diario para el alma
El hombre sabio es como ese árbol bayán. En cambio, aquel que está aprendiendo el
camino del auto-conocimiento, vive en el reino de la acción como nuestra adorada
Madre Gangaji. Ambos tienen algo en común, y ello es que, así como el árbol bayán
permanece quieto, y sólo comprometido con su Madre Tierra, así también, la Madre
Gangaji, allende su movimiento, deriva por el mundo sobre el lecho calmo donde
impera la quietud.
¡Ay de los hombres que sólo entienden del movimiento de las olas! ¡Ay de los que se
comprometen con el bullicioso encanto del mundo! Nunca alcanzarán el lecho de su río
interior, nunca podrán alcanzar tampoco la sagrada raíz divina que hace que el árbol de
su existencia se corone de una vida que no es sino aprendizaje. Esta es la quietud de la
cual te hablo, y eso es lo que todos los seres humanos estamos buscando.
Cosa curiosa, moviéndonos, dinamizándonos excesivamente, perdemos la sagrada
visión de la bienaventurada quietud, excelsa inteligencia, Dios en nosotros, que nos guía
hacia el reino sagrado de la Felicidad Eterna.

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